¿A quién busco agradar?

“Porque ¿busco ahora el favor de los hombres, o el de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo”.

Gálatas 1:10


El apóstol Pablo enfrentó una pregunta que todavía resuena hoy: ¿a quién intentamos agradar realmente? En Galacia, algunos enseñaban que los creyentes gentiles debían someterse a la ley mosaica para ser aceptados. Pablo podría haberse callado, suavizado el mensaje o buscado un “equilibrio” que no ofendiera a nadie. Hacerlo le habría ganado simpatía entre ciertos líderes judíos y le habría evitado conflictos. Pero él sabía que agradar a los hombres en ese punto significaba traicionar a Cristo. Prefirió ser impopular antes que infiel.


Una historia real que ilustra poderosamente este principio es la de Dietrich Bonhoeffer, pastor luterano alemán durante el régimen nazi. En 1933, cuando la mayoría de la iglesia evangélica alemana se acomodó al nazismo —muchos pastores incluso juraron lealtad personal a Hitler—, Bonhoeffer denunció desde el primer momento la ideología racial y el culto al Führer como incompatibles con el Evangelio. En 1934 ayudó a redactar la Declaración de Barmen y formó parte de la Iglesia Confesante, que se negó a someterse al control estatal.


Sus colegas le decían: “No sea tan radical, Dietrich. Hay que ser prudentes, mantener la unidad, no provocar al gobierno”. Podría haber guardado silencio, seguir enseñando teología tranquilamente y conservar su prestigio académico. Pero Bonhoeffer entendió que callar era agradar a los hombres y deshonrar a Cristo. Regresó a Alemania desde el exilio seguro en Estados Unidos porque sentía que no tenía derecho a participar en la reconstrucción de la iglesia después de la guerra si no había compartido el sufrimiento de su pueblo durante ella.


El 9 de abril de 1945, a pocas semanas del fin del conflicto, fue ahorcado en el campo de concentración de Flossenbürg. Su última frase registrada, dicha a su compañero de celda minutos antes de morir, fue: “Este es el fin… para mí, el principio de la vida”.


Bonhoeffer no buscó ser héroe ni mártir; simplemente se negó a cambiar el mensaje del Evangelio para hacerlo más aceptable al espíritu de su tiempo. Prefirió perder la aprobación de casi toda la iglesia oficial alemana antes que traicionar la verdad de Cristo.


Hoy enfrentamos presiones similares, aunque más sutiles: callar ante enseñanzas que contradicen la Escritura porque “no queremos ofender”, suavizar el mensaje para ser “relevantes”, evitar hablar de arrepentimiento, santidad o de la exclusividad de Cristo porque “la gente se aleja”. En el trabajo, en la familia o en las redes sociales, a veces preferimos la aprobación humana antes que la fidelidad a Aquel que nos compró con Su sangre.


La pregunta de Pablo nos confronta directamente: ¿de quién queremos ser siervos? Porque no se puede ser siervo de Cristo y, al mismo tiempo, vivir buscando sistemáticamente la aprobación de los hombres. Cuando el aplauso humano se convierte en nuestra brújula, inevitablemente comprometeremos la verdad.


Que el Espíritu Santo nos conceda la misma valentía que tuvo Pablo… y la que tuvo Bonhoeffer: hablar toda la verdad de Dios con amor, pero hablarla completa, aunque nos cueste la popularidad, el ascenso, la amistad o la comodidad. Porque solo quien está dispuesto a ser impopular por amor a Cristo descubre la libertad profunda de ser verdaderamente Su siervo.


Leer: Gálatas 1-3; Proverbios 24

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